Cierro los ojos y veo aquél salón como si fuera una fotografía perenne en mi mente.
Golpeando con mis nudillos sobre la madera… – ¡Abuelitaaa que soy Nuria!
Mi mano empuja una de las ventanas de la puerta de la calle y busca el cerrojo para abrirla.
-¡Pasa, estoy aquí, en el salón!
Atravieso el pasillo y al llegar al salón me asomo para buscarla. Está sentada, frente a su máquina Singer cosiendo. Me mira por encima de sus gafillas y me sonríe. Me acerco a darle un beso en su mejilla cálida, rosada y me dice que me está preparando unos mandiles para cuando sea Maestra y así proteger mi ropa cuando toque jugar con las pinturas.
Maestra… me encantan los peques, sobretodo esa edad en la que son esponjas, no tienen miedo a nada y consiguen que la creatividad junto con la imaginación produzca una mezcla única que los hace especiales. Y jugar con las pinturas…. no puedo evitar dibujar una sonrisa en mi rostro.
Me siento en el sofá y la observo. ¡Sólo queda rematarlos! -me dice. Espero a que termine mientras hablamos de cómo conoció a mi abuelo. Me gustaba indagar en su memoria y ver su cara de felicidad al recordar cada momento que me contaba. Fueron tantos.
Fotografías de sus hijos, nietos, invaden todo pequeño espacio del salón, pero sobre la pared del sofá un cuadro. Me pregunto qué sería de él cuando mi abuela ‘se fue’ y a los pocos años se vendió la casa. Aún lo recuerdo.
Mi siguiente cuadro, un paisaje, aunque para mi Un Recuerdo pues me venía a la memoria ese cuadro que presidía el salón de mi abuela. No es que se parecieran mucho, pero tenía un puente exactamente igual a éste, sus colores también eran cálidos y una barca se dejaba mecer por sus tranquilas aguas.
A día de hoy me sigue produciendo paz al verlo y más sabiendo que lo tiene un buen amigo.